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El rey del bosque
por Iñaki Malvido Prada
Este texto vino después de ver el reportaje y documental de Emergence Magazine sobre los bosques iglesia de Etiopía y obsesionarme con encontrarlos desde el cielo con Google Earth.
La verdad es que sólo entré aquí para salir del calor, estar rodeado de tierra seca y resquebrajada siempre me ha parecido un mal augurio. No esperaba que al saltar la pequeña barda de piedras apiladas me recibiera un bosque, sólo esperaba un poco de sombra. Pero eso es lo que pasa cuando estamos huyendo ¿no? Corremos para escapar de una cosa y con la esperanza de hallar otra que nos traiga alivio, pero encontramos un bosque, fresco, con árboles de anacardos, frutas, flores, olor a humedad, musgo para acostarnos. Y luego al centro de ese bosque etíope bardeado hay un claro redondo, como la barda y como el bosque dentro de la barda. Y al centro de ese claro en ese bosque al que llegamos escapando de la tierra seca encontramos una iglesia, redonda, construida para un Cristo tan ajeno que –¿cómo cualquier otro?– puede ser cualquier cosa. Una idea.
Yo estaba ahí sobre ese musgo bajo ese bosque en Etiopía comiendo esos frutos y esas nueces cuando sentí crujir bajo mi peso, debajo de mi costado, un hueso. Tuve la certeza de que era un hueso porque en esta humedad viva sólo un hueso se quiebra y sólo un hueso sigue haciendo ruido al quebrarse. Fue un ruido fuerte para el silencio reinante, ahuyentó a los pájaros a otros sitios del círculo, quizá a alguno hasta cambió de bosque. Me levanté y dejé de mirar el sol que se ocultaba entre hojas y ramas y me di cuenta que mi anfitrión había estado esperando debajo de mí.
Alcé el musgo que cubría su cuerpo de forma cuidadosa, casi litúrgica, la adecuada cuando se trata de un ser elegido para pasar el resto de sus días en un bosque sacro. Primero descubrí sus pies, sus piernas, manos, luego sus muñecas, antebrazos y brazos. El torso estaba ya cubierto de raíces, entonces sólo despejé la tierra y los desechos de bosque compactado que lo cubrían, pero le dije que permaneciera acostado en su posición de reposo. Que no se preocupara por mí, que podía atenderme sólo.
Cuando levanté el musgo que cubría su cráneo me dijo que se sentía desnudo, pero cuando alcé su mollera y un escarabajo abandonó el escondite que había hecho al interior, me lo agradeció. Recordé que hasta hacía unos minutos había sido arqueólogo y ofrecí usar mi cepillo de crin para limpiar su cuerpo. Aceptó. Con la delicadeza de quien rescata una mariposa de un estanque y quiere que vuelva a volar, desempolvé cada hueso,
Mientras tanto él me contaba de la terrible y perpetua angustia que aquél escarabajo le había producido desde que se le instaló en el ceso: lo entendía, correr a alguien de lo que considera un hogar no puede ser fácil. Pero es que no le dejaba espacio para pensar, me explicó. Esa angustia.
Mientras limpiaba sus metatarsos me contaba de los caminos que había recorrido hasta llegar aquí, de cómo al jurarse como ermitaño a sí mismo, y ante lo Todo Poderoso, dejó de recorrer esos caminos. Ni siquiera el sendero al interior del bosque, porque a un ermitaño nadie debe verle, más que uno que otro de su elección. Me contó que sus rodillas y fémures se volvieron débiles, pero sus dedos de pies y manos se fortalecieron, para trepar árboles y evitar ser visto y recoger frutas y polinizar flores y ver el sol. Que sus costillas se volvieron fuertes, porque el hambre en el invierno seco, invierno de mascar raíces, había disminuido su capacidad de respirar con el estómago. La panza y el saco a su interior se le encogieron, la piel se secó y ya no se estiraba al inhalar. Entonces reaprendió a respirar, pero ahora con el tórax, desde el pecho.
Su rostro, me dijo, se volvió dendrófilo. Al igual que su pubis y sus axilas y su cuero cabelludo. Barbas y orificios y arrugas guardaron semillas que germinaban y no crecían mucho pero sí echaban flor y fruta y raíz, raíces que se le ataron a los pómulos y los tímpanos y la lengua. Y pronto este ermitaño, Salamán, se volvió el rey del bosque. Pájaros y monos y erizos de tierra y mariposas y mantis y grillos y orquídeas y hongos se le acercaban y querían su compañía y su calor y su aliento y su agua y sus humores. Y Salamán se fue haciendo viejo y lento y ya no corría ni trepaba para esconderse de feligreses ni curiosos ni talabosques, sino que se quedaba inmóvil. Por horas, a veces días.
Fue así que se quebró su otra costilla, un talador le dio un hachazo y al ver la savia roja de este árbol florido salió huyendo a otro lado del bosque, o quizá incluso se fue a otro bosque, con otra iglesia y otra idea y sin rey. Con el tiempo este rey se hizo suficientemente viejo y suficientemente lento, fue entonces que los árboles comenzaron a hablarle, crujiendo e inclinándose, retorciéndose y gimiendo a la misma velocidad que Salamán. Lo invitaban a quedarse quieto, pero él continuaba dando vueltas alrededor del claro, sin permitirse echar raíz porque el bosque estaba ya muy poblado de árboles altos y robustos y la disputa por ver el sol era ya un asunto que si como rey no podía resolver, al menos no empeoraría. Y tampoco se atrevía a posarse en el claro: ahí estaba la tierra resquebrajada y aún recordaba Salamán que era de esa misma sequía de la que él había venido huyendo.
Cuando se percató de ese hilo de savia roja, densa y pegosteosa, que lo había seguido desde aquél día del hombre lleno de miedo y superstición, recordó la palabra demi –sangre– y con ella volvieron las demás, y se re-conoció animal y se acostó en el suelo, al pie de este árbol de anacardos, para no morir erguido como palo, sino tendido, como animal.
El bosque se quedó callado y terminé de desempolvar su cuerpo en silencio. Poco a poco volvieron a cantar los pájaros y regresaron las mariposas. Vi pasar entre los árboles, a unos metros de mí a un joven con un hacha e instintivamente me quedé quieto. Una mariposa se posó en mí.